Uno de los objetivos del
derecho penal es castigar las conductas que agredan los bienes jurídicos
tutelados por el Estado. Otro de los objetivos de este derecho es disuadir a
los potenciales delincuentes de cometer hecho ilícitos; y por último, el derecho
penal busca con el castigo resocializar a los criminales.
En la mayoría de los
sistemas jurídicos civilizados el castigo más utilizado es el de limitar la
libertad, la cárcel. Las penas privativas de la libertad son las penas más
frecuentes en el derecho penal. Sin embargo, ¿son efectivas esas penas? ¿Sirven
realmente para disuadir a los potenciales delincuentes? ¿Sirven para
resocializar a los reclusos? La respuesta probablemente sea la de: No.
El derecho penal actual
presenta el castigo de limitación de la libertad como un mal menor o como un
mal necesario; como que no existe otro castigo; como que no se puede hacer más.
Yo pienso que la pena de restricción de la libertad debe ser impuesta en casos
extremos, o para delitos mayores –o graves- como el de homicidio, el de
secuestro, el de terrorismo, el de acceso carnal violento, agresión con ácido o
para delincuentes reincidentes.
Las cárceles están
atestadas de gente –por lo menos en Colombia, y creo que en otras partes del
mundo también-; la violación a los derechos humanos en esos centros de
detención está al orden del día debido a la sobrepoblación carcelaria. Es
necesario que las cárceles estén habitadas realmente por criminales peligrosos,
por personas que al estar en libertad se convertirían en un peso para la
sociedad. Sin embargo, muchas de las personas que están en las cárceles ni
siquiera tienen una sentencia encima, y en muchos otros casos esas personas no
revisten realmente un peligro para el resto de los ciudadanos.
La pena privativa de la
libertad debe ser impuesta –como ya lo expliqué- para delitos graves,
mayúsculos, para casos realmente abominables. Hay otros castigos que deberían
imponerse y que serían más eficaces para disuadir a los delincuentes, y para
prevenir con mejor contundencia el acaecimiento del crimen. Las multas; las
penas o sanciones sociales, como la publicación en medios de comunicación masivos
de los nombres de los delincuentes; el trabajo social; el trabajo comunitario;
el trabajo cívico, como recoger basura o asear andenes; el trabajo agrario,
etc.
Al Estado le cuesta mantener
un recluso en una prisión, es un gasto. El derecho penal debería pensar que una
forma de reducir costos en el gobierno es precisamente el de descongestionar
las cárceles. Yo sería –o soy- más proclive a pensar que la multa es un
excelente castigo, ¿por qué? Porque a la gente le duele el bolsillo, le duele
pagar, le duele hacer emolumentos en los cuales no haya beneficio personal. Las
multas son utilizadas comúnmente por el derecho administrativo sancionador pero
no por el penal. Yo creo que ya llegó la hora de cambiar penas de prisión o de
cárcel por penas basadas en pagar dinero. Sobre todo me refiero a los llamados
delitos técnicos en los cuales no se lesionó la humanidad, o la corporeidad de
nadie, pero en los que sí se puso en vilo un bien jurídico tutelado como el
patrimonio, o el orden económico. Para esos delitos la sanción debería ser la
multa. Una multa bien grande. ¿Qué ganan las víctimas de un desfalco, de una
estafa, de una captación ilegal de dinero, con tener a los victimarios en la
cárcel? Nada; lo que necesitan esas víctimas es que principalmente se les
resarza su patrimonio lesionado.
En el siglo XXI debería
humanizarse mucho más el derecho penal, que ya de por sí se ha humanizado
demasiado desde hace dos siglos y más; pero ahora el reto no es humanizar sino
hacer práctico el derecho penal, hacerlo más pragmático; más útil a los
requerimientos de la nueva sociedad y de la nueva humanidad que está emergiendo
en el horizonte. Cumplir con el objetivo de resocializar al delincuente, y de
hacer de los centros carcelarios lugares donde haya dignidad humana y donde el
prisionero si ha cumplido con la pena tenga una perspectiva hacia futuro de ser
un componente útil a la comunidad que ha ofendido. Una especie de transmutación
de personalidades es lo que debería haber en las cárceles, pero eso no se puede
hacer si están demasiado sobrepobladas.
Los castigos sociales a
veces son más eficaces y más baratos que la reclusión carcelaria. Las listas
públicas de delincuentes con sentencia en firme; la publicación de las fotografías
de los criminales son más disuasivas – a veces- que encerrar a una persona en
una celda por uno, dos, tres o cinco años.
La cárcel debe quedar para
la gente más peligrosa, para quienes realmente sean un factor maligno absoluto.
Los homicidas, los terroristas, los violadores, los secuestradores, los que
atacan con ácido a otra persona, los reincidentes; esa gente sí debe estar
encerrada para que reflexione, para que piense en lo que ha hecho, y para que
sean analizados con más calma por las autoridades sanitarias de las prisiones:
psicólogos, trabajadores sociales, médicos, etc.
El Estado no puede seguir violando los derechos humanos de los prisioneros por falta de dinero; es por esto que desocupar esos centros de detención es necesario para ocuparlos con verdaderos criminales; crear otras penas más eficaces y más disuasivas como las multas, las sanciones sociales, el trabajo comunitario y cívico, y los castigos que tengan como finalidad transmutar, reconvertir, y reeducar al delincuente. El derecho penal debe dejar esa traza histórica de la ley del Talión (“ojo por ojo, diente por diente”) y empezar a ser más realista, menos vengativo y más pragmático.
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