Hay una frase célebre de Voltaire sobre este
tema y que ilustra el problema de manera maravillosa: “Yo no estoy de acuerdo con lo que usted dice, pero daría mi vida para
que lo dijera”. Estupendo, eso se llama tolerancia. No estoy de acuerdo con
sus ideas, pero sí estoy de acuerdo con que lo pueda decir.
La libertad de expresión es uno de los
derechos de primera generación dentro del constitucionalismo liberal, viene
desde la Revolución francesa, y es un derecho consignado en la mayoría de las
cartas políticas del mundo. Es un derecho inobjetable, que se manifiesta como
intrínseco a la naturaleza humana. La facultad de decir o de expresarme en
sociedad - mejor dicho públicamente- como yo quiera.
En el hemisferio occidental la actitud de las
cortes y del poder legislativo sobre este derecho es la de ser proclive a una “amplia
libertad de expresión” –salvo en algunos países de manera excepcional-, por lo
tanto los límites a este derecho están determinados por el daño cierto y claro
que se le causen a una persona con ocasión del ejercicio de la libertad de
expresión.
En consecuencia, sí hay límites a la libertad
de expresión: los derechos de los demás. Y más específicamente cuando se cause
lesión cierta a esos derechos. Un ejemplo de límites a la libertad de expresión
es la injuria y la calumnia, proclamar públicamente que alguien ha cometido un
delito del cual es inocente es inferir daño al derecho de honra o de honor de
una persona; lo mismo ocurre con la injuria.
Sin embargo, ¿qué pasa cuando yo critico de
manera violenta o apasionada a un grupo, a una persona o a una ideología? ¿Cuando
los ofendo de manera directa, sin inferirles calumnia o injuria? Desde un punto
estrictamente legal no abría afrenta por este motivo, y como ya he dicho la
actitud de los jueces y de los legisladores en Occidente es la de ser
complacientes o amplios frente a esta libertad. Si no hay un daño cierto no hay
razón para indemnizar, para retractarse o para ser censurado.
Empero, si bien es cierto el Estado solo
entra a regular o a castigar los excesos de la libertad de expresión cuando se
ha cometido un daño, también es cierto que debe existir una autorregulación de
quien expresa una opinión en público, o incluso, debería existir una especie de
sanción social contra quien se extralimita en sus opiniones obscenas, abusivas
o violentas contra una persona, un grupo, un sector de la sociedad o una
ideología, o una religión.
En los medios de comunicación es común ver
columnas, artículos o caricaturas en donde se mofan, se burlan o critican de
manera exagerada la actitud de algún político, de algún famoso, o de cualquier
persona que se mueve en la esfera pública. En el sistema democrático liberal el
Estado no puede entrar a sancionar a nadie por eso, prevalece la libertad de
expresión, sin embargo, sí sería necesario la autorregulación, la autocensura,
para que estas prácticas no pongan en peligro la estabilidad y la moral social,
y no generen un clima de violencia y de hostilidad innecesarios en una
comunidad que necesita de todo lo contrario: paz y debate sereno.
La libertad de expresión abusiva, sin que
esta libertad abusiva tenga consecuencias legales- debe ser materia de análisis
por parte de los opinadores, de los articulistas, de los blogueros, de los
periodistas, y de todos aquellos que están acostumbrados a manifestarse en los
medios de comunicación masivos. La libertad de expresión también tiene una
responsabilidad social, y si bien es cierto el Estado no puede entrar a acallar
mis críticas burlonas o sarcásticas contra una persona, un grupo, una ideología,
o una religión –salvo que la conducta sí se encuadre dentro de un delito- yo,
como opinador público, debería pensar en la construcción y el aporte que mi
expresión está dando a la sociedad. ¿Será que esas burlas, esos sarcasmos, esas
groserías, son útiles para erigir una mejor sociedad, un mejor mundo? Es un
tema de reflexión que también toca con la moral, con los valores imperantes y
con la educación.
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